Aquí hoy, tan lejos en este cuarto, tan oscuro, tan
apagado, tan en silencio. No hay nada que distraiga mi atención. Nada que
perturbe el recuerdo. Echo tanto de menos a algunas personas, y, ya van siendo
bastantes… Cierro los ojos: Veo un campo amplio, dorado de sol, amarillento;
trigales, viñedos, olivares. ¡El cielo luminoso! El pueblo pequeñito ahí
inmerso, emergente como de un sueño; en el mismo lado como siempre que aparece
tras las montañas yendo por la carretera de Almagro: Un cúmulo de casas
aplanadas en el paisaje, en medio del campo, bajo el inmenso cielo. Las
montañas en torno grisáceas, terrosas, verdosas, azuladas al fondo...
Y te vas acercando, siguiendo la carretera que
conduce a él, y empiezan a tomar volumen sus casas. A erigirse la iglesia por encima
de los tejados: ¡la torre alta, el campanario! Hasta entrar en la calle, con
ruido estruendoso de nuestro vehículo. Las paredes blancas se levantan a ambos
lados: Puertas, puertas, ventanas, árboles, todo va pasando rodado tras los
cristales, arriates de plantas, flores, enredaderas. Y al frente, sobre un podio en una plazoleta, la figura
ecuestre del General Espartero.
Estamos en Granátula. Pero detengámonos un momento
(dejemos nuestro auto), vayamos más despacio. Tenemos la sensación de haber pasado
desapercibidos, de haber entrado demasiado deprisa y de no haber visto a nadie
en la calle: Las puertas cerradas, las persianas caídas de las ventanas, los
visillos echados. ¿No hay nadie en este pueblo?, nos preguntaremos de momento.
Por fin alguien se asoma a la puerta, como si hubiese
intuido nuestra presencia en
Rafael el carpintero: Sobre el banco de madera, una
silla tumbada, el asiento de anea bien tejido, los palillos torneados; tiene
formas y apariencia de ser antigua, trabajada a mano. Una originalidad poco
usual en estos días; una reliquia de otro tiempo y un recuerdo. Hay mobiliarios
antiguos que aún se conservan, que aún se restauran: mesas, sillas, armarios,
cabeceros, mesitas, aparadores, cómodas, baúles…, y que van pasando de padres a
hijos, sorteando el paso de los años. Rafael es un especialista en estas
composturas.
Rafael, un palillo en las manos, torneado, nuevo, con
las mismas características que el resto de la silla, untándolo de cola blanca
en los extremos va a ensamblarlo en los orificios de la silla, entre los palos
largueros de las patas. Con un poco de maña, abriendo, cerrando. Ya está.
Colocado. ¡Es un maestro! Coge un gato y lo sujeta de lado a lado, dando
vueltas al usillo, apretándolo. La cola blanca asoma por los extremos; va a
gotear pero no la deja caer, no le da tiempo, Rafael atento con la espatulilla
en la mano, de un acto mecánico la
rebaña y la devuelve de nuevo al bote de la cola, tapándola. Levanta la silla
del banco y la lleva a un extremo de
O bien, cogerá este buen carpintero, como es su
costumbre y con la silla al hombro en la bicicleta se la acercará a su casa:
“Aquí le devuelvo la silla, preparada y dispuesta para aguantar otra temporada
–le dirá y seguirá argumentando–, aunque ya va estando un poco desvencijada y
habrá que ir pensando en hacer una nueva; aunque eso es igual que todo, pero
nunca se sabe, quizás dure más que nosotros; con el tiempo son cosas que tienen
que venir a suceder, aunque no se quiera, a ver si no, para qué íbamos a estar
nosotros aquí…” Preguntará su dueño el coste y, tras decirle
Así es Rafael. Pero sigamos un poquito más en la
carpintería, quizás podamos aprender algo más de este oficio artesano: Sobre el
banco ahora ha colocado un armarito. Tiene la trasera rota. Ha desplegado su
metro de varillas amarillas y ha medido el hueco: “Sesenta y ocho y medio, por
veinticuatro”. Ha cogido una tabla y, de nuevo con el metro desplegado:
“Sesenta y ocho y medio”, ha medido y se ha llevado la mano a la oreja en un
acto reflejo, y con el lapicero en la mano ¡ras! ha señalado
Rafael es pura energía y puro nervio: ¡Ras ras, ras
ras! Con brío y ritmo acompasado, la larga hoja dentada va y viene pasando de
un extremo a otro. ¡Ras ras, ras ras! vertiendo, escupiendo serrín a cada lado.
¡Ras ras, ras ras! Dinámica y agresiva, rasgando la madera. ¡Ras. Ras!, hasta
cortarla. Deja el serrucho, coge la lima y le remata los cantos. Afloja el
usillo del torno, libera la madera y la presenta sobre la trasera del armario:
¡No, un poquito ancha. Hay que cepillarla! Vuelve a sujetarla al torno; coge el
cepillo, le ajusta la cuchilla con tiento, ¡tras, tras!, uno o dos golpecitos y
dispuesta. ¡R a a a a s!, de una pasada suave, l a r g a, enroscándose la
viruta por encima de las manos… ¡R a a a a s!, va desgastando la madera. ¡R a a
a s!... Los cuarterones rojizos del solado se van ocultando bajo esta viruta
roscada y esta materia orgánica de desecho.
¡Como huele la madera! La carpintería se ha
impregnado de un olor fuerte y seco a madera noble recién cortada. Deja el
cepillo sobre el banco, vuelve a liberar la tabla de
¿Pero qué trae ahora Rafael? ¡Una ventana! La pone de
pie sobre el banco, la abre, la cierra... ¡Ay, son las bisagras que le fallan!,
se queda un momento pensando. Se acerca a la puerta, se asoma, mira a la calle:
¡El lapicero en la oreja, el mandil de virutas! La montaña, el árbol, el
cielo... Toma un respiro: El aire todo de la calle le cabe a Rafael en el
pecho. Es paz, tranquilidad, sosiego lo que respira Rafael en este pueblo. Se
acerca un señor en bicicleta: las alforjas cargadas de pimientos y tomates de
la huerta; avanza despacio como el tiempo por estos lugares. Se espera a que
pase: “¡Buena carga llevas hoy!” “¡Eh, hasta luego Rafael!”, se saludan y se
entra de nuevo dispuesto a seguir faenando sobre el banco. Pero salgamos ya de
la carpintería, dejemos a Rafael con su trajinar y deambulemos un poco por las
calles del pueblo...
Rafael es (era) el carpintero del pueblo, el
carpintero de siempre. Su padre Nicolás también era carpintero de toda
En cierta ocasión, que veníamos para
Madrid, Rafael tenía que hacer unas compras en Almagro y se vino con nosotros.
Nos contó, entre otras cosas, porque Rafael nunca se callaba, era un aluvión de
palabras, siempre hablaba y hablaba, siempre tenía una palabra más que decir.
Nos contaba en aquella ocasión que estaba a punto de jubilarse, pero le
preocupaba que no hubiese salido nadie que pudiese reemplazarle y continuara su
labor en el pueblo… De esto ha pasado ya toda una década (tampoco ha sido tanto
tiempo), y Rafael ha seguido desempeñando su labor como antes, esperando que
llegase ese relevo generacional y merecido. Pero no podía ser eterno. ¡Hasta
siempre, Rafael!
Rafael era de otro tiempo, de esas rarezas poco
usuales: sólidas, nobles, únicas, que él mismo restauraba en su carpintería; de
las que ya no se encuentran, de las que van quedando pocas, cada vez menos, y,
de las que no admiten compostura. “Habrá que ir pensando en hacer una nueva
–decía–, pero nunca se sabe…” Si a alguien en este mundo antojadizo y
cambiante, hay que hacerle una mención, Rafael se la tiene merecida. Gracias
por la vida ejemplar y generosa que ofreciste a este pueblo.
(Publicado
en El Lanza el 9 de abril de 2009)