Página de colaboraciones

 

 

EULOGIO CARRETERO BORDALLO

 

La Carpintería de Rafael

 

 

Aquí hoy, tan lejos en este cuarto, tan oscuro, tan apagado, tan en silencio. No hay nada que distraiga mi atención. Nada que perturbe el recuerdo. Echo tanto de menos a algunas personas, y, ya van siendo bastantes… Cierro los ojos: Veo un campo amplio, dorado de sol, amarillento; trigales, viñedos, olivares. ¡El cielo luminoso! El pueblo pequeñito ahí inmerso, emergente como de un sueño; en el mismo lado como siempre que aparece tras las montañas yendo por la carretera de Almagro: Un cúmulo de casas aplanadas en el paisaje, en medio del campo, bajo el inmenso cielo. Las montañas en torno grisáceas, terrosas, verdosas, azuladas al fondo...

Y te vas acercando, siguiendo la carretera que conduce a él, y empiezan a tomar volumen sus casas. A erigirse la iglesia por encima de los tejados: ¡la torre alta, el campanario! Hasta entrar en la calle, con ruido estruendoso de nuestro vehículo. Las paredes blancas se levantan a ambos lados: Puertas, puertas, ventanas, árboles, todo va pasando rodado tras los cristales, arriates de plantas, flores, enredaderas. Y al frente,  sobre un podio en una plazoleta, la figura ecuestre del General Espartero.

Estamos en Granátula. Pero detengámonos un momento (dejemos nuestro auto), vayamos más despacio. Tenemos la sensación de haber pasado desapercibidos, de haber entrado demasiado deprisa y de no haber visto a nadie en la calle: Las puertas cerradas, las persianas caídas de las ventanas, los visillos echados. ¿No hay nadie en este pueblo?, nos preguntaremos de momento. Es un pueblo pequeño de La Mancha, deshabitándose, como tantos otros de España; que empezó a sufrir su abandono y la migración de sus pobladores hacia las grandes ciudades… Son esas revueltas de la vida, como se suele decir por aquí; siempre con la esperanza y el sueño de una vida mejor. Pero qué voy a decir yo que fui uno de ellos, uno de tantos que dejó este pueblo a mediados de los setenta, pero que aún sigo viniendo de cuando en cuando. Las raíces siguen estando, no tan profundas porque cada vez te van atando menos vínculos pero, sigue habiendo algún nutriente todavía que nos conforta, sigo viniendo…

Por fin alguien se asoma a la puerta, como si hubiese intuido nuestra presencia en la calle. Pero no, no puede vernos, nosotros tampoco somos nadie. Somos memoria, recuerdo, transparencia, espíritu quizás de otro tiempo. Y tras un momento de mirar a un lado y a otro ha vuelto a ocultarse: ¡No, no hay nadie en la calle! Pero, acerquémonos un instante y curioseemos un poco a ver que hace este señor: ¡Ahí está Rafael! sobre el banco, con el lapicero tras de la oreja y el mandil de virutas; la máquina aserradora, las herramientas, los tablones...

Rafael el carpintero: Sobre el banco de madera, una silla tumbada, el asiento de anea bien tejido, los palillos torneados; tiene formas y apariencia de ser antigua, trabajada a mano. Una originalidad poco usual en estos días; una reliquia de otro tiempo y un recuerdo. Hay mobiliarios antiguos que aún se conservan, que aún se restauran: mesas, sillas, armarios, cabeceros, mesitas, aparadores, cómodas, baúles…, y que van pasando de padres a hijos, sorteando el paso de los años. Rafael es un especialista en estas composturas.

Rafael, un palillo en las manos, torneado, nuevo, con las mismas características que el resto de la silla, untándolo de cola blanca en los extremos va a ensamblarlo en los orificios de la silla, entre los palos largueros de las patas. Con un poco de maña, abriendo, cerrando. Ya está. Colocado. ¡Es un maestro! Coge un gato y lo sujeta de lado a lado, dando vueltas al usillo, apretándolo. La cola blanca asoma por los extremos; va a gotear pero no la deja caer, no le da tiempo, Rafael atento con la espatulilla en la mano,  de un acto mecánico la rebaña y la devuelve de nuevo al bote de la cola, tapándola. Levanta la silla del banco y la lleva a un extremo de la carpintería.                  Terminada, a esperar que seque. Luego le quitará el gato y como nueva, reparada y dispuesta para poder sentarse en ella. Vendrá después la vecina preguntando por su silla y pagará a Rafael su trabajo.

O bien, cogerá este buen carpintero, como es su costumbre y con la silla al hombro en la bicicleta se la acercará a su casa: “Aquí le devuelvo la silla, preparada y dispuesta para aguantar otra temporada –le dirá y seguirá argumentando–, aunque ya va estando un poco desvencijada y habrá que ir pensando en hacer una nueva; aunque eso es igual que todo, pero nunca se sabe, quizás dure más que nosotros; con el tiempo son cosas que tienen que venir a suceder, aunque no se quiera, a ver si no, para qué íbamos a estar nosotros aquí…” Preguntará su dueño el coste y, tras decirle la valía Rafael seguirá con su plática deliberando: “No, pero si no tiene, déjelo, no se apure ya me lo dará usted otro día”, y Rafael seguirá hablando y hablando, refiriendo una serie de juicios y altercados; Rafael nunca se calla, siempre tiene palabras y más palabras: “Aunque este año no sé como vamos a remediar esto, con esta sequía y sin una gota de agua en todo el invierno, aquí nada más que sol y sol, no hay un termino medio; luego vendrá una tormenta cuando menos lo esperes y se lo llevará todo. ¡Qué desgracia!, mira lo que está pasando por ahí, esto no hay quien lo comprenda, ¡qué desastre!, y nosotros sin poder hacer nada por evitarlo…”

Así es Rafael. Pero sigamos un poquito más en la carpintería, quizás podamos aprender algo más de este oficio artesano: Sobre el banco ahora ha colocado un armarito. Tiene la trasera rota. Ha desplegado su metro de varillas amarillas y ha medido el hueco: “Sesenta y ocho y medio, por veinticuatro”. Ha cogido una tabla y, de nuevo con el metro desplegado: “Sesenta y ocho y medio”, ha medido y se ha llevado la mano a la oreja en un acto reflejo, y con el lapicero en la mano ¡ras! ha señalado la medida. Después ha colocado el cartabón y le ha trazado una raya a lo largo, llevándose instintivamente el lapicero tras de la oreja. Ha sujetado la tabla al torno y serrucho en mano se dispone a cortarla.

Rafael es pura energía y puro nervio: ¡Ras ras, ras ras! Con brío y ritmo acompasado, la larga hoja dentada va y viene pasando de un extremo a otro. ¡Ras ras, ras ras! vertiendo, escupiendo serrín a cada lado. ¡Ras ras, ras ras! Dinámica y agresiva, rasgando la madera. ¡Ras. Ras!, hasta cortarla. Deja el serrucho, coge la lima y le remata los cantos. Afloja el usillo del torno, libera la madera y la presenta sobre la trasera del armario: ¡No, un poquito ancha. Hay que cepillarla! Vuelve a sujetarla al torno; coge el cepillo, le ajusta la cuchilla con tiento, ¡tras, tras!, uno o dos golpecitos y dispuesta. ¡R a a a a s!, de una pasada suave, l a r g a, enroscándose la viruta por encima de las manos… ¡R a a a a s!, va desgastando la madera. ¡R a a a s!... Los cuarterones rojizos del solado se van ocultando bajo esta viruta roscada y esta materia orgánica de desecho.

¡Como huele la madera! La carpintería se ha impregnado de un olor fuerte y seco a madera noble recién cortada. Deja el cepillo sobre el banco, vuelve a liberar la tabla de la mordaza... Y ahora sí, a medida, perfectamente acoplada. Coge el martillo y unos clavitos y ¡tras, tras, tras! con unos golpecitos secos, uniformes, va claveteando las pequeñas puntas plateadas a la trasera del armarito. ¡Tras. Tras! Otra cosa reparada. Coge y vuelve a llevarlo al rincón donde la silla, en la estancia de espera, dejando de nuevo el banco liberado para otra tarea.

¿Pero qué trae ahora Rafael? ¡Una ventana! La pone de pie sobre el banco, la abre, la cierra... ¡Ay, son las bisagras que le fallan!, se queda un momento pensando. Se acerca a la puerta, se asoma, mira a la calle: ¡El lapicero en la oreja, el mandil de virutas! La montaña, el árbol, el cielo... Toma un respiro: El aire todo de la calle le cabe a Rafael en el pecho. Es paz, tranquilidad, sosiego lo que respira Rafael en este pueblo. Se acerca un señor en bicicleta: las alforjas cargadas de pimientos y tomates de la huerta; avanza despacio como el tiempo por estos lugares. Se espera a que pase: “¡Buena carga llevas hoy!” “¡Eh, hasta luego Rafael!”, se saludan y se entra de nuevo dispuesto a seguir faenando sobre el banco. Pero salgamos ya de la carpintería, dejemos a Rafael con su trajinar y deambulemos un poco por las calles del pueblo...

Rafael es (era) el carpintero del pueblo, el carpintero de siempre. Su padre Nicolás también era carpintero de toda la vida. Yo siempre he visto a Rafael con sus quehaceres en la carpintería, todos los días, incluso las fiestas tenía algo que hacer. Yo alguna vez me he preguntado si Rafael habrá tenido algún descanso, unas vacaciones lejos del pueblo y de sus herramientas, o si verdaderamente era una holganza y un recreo su trabajo. Dudo incluso que se haya puesto enfermo alguna vez, su carpintería siempre ha estado abierta para todo el mundo, siempre estaba dispuesto para lo que fuese menester. ¡Hay que batallar, hay que hacer algo por la vida –decía–, aquí no hay más remedio que tirar para delante el tiempo que haga falta, no se puede estar parado, si no cómo va a funcionar esto…! Rafael nunca se paró a cuestionar los designios de la vida. Había nacido para esto. ¡Descanse en paz, Rafael!

            En cierta ocasión, que veníamos para Madrid, Rafael tenía que hacer unas compras en Almagro y se vino con nosotros. Nos contó, entre otras cosas, porque Rafael nunca se callaba, era un aluvión de palabras, siempre hablaba y hablaba, siempre tenía una palabra más que decir. Nos contaba en aquella ocasión que estaba a punto de jubilarse, pero le preocupaba que no hubiese salido nadie que pudiese reemplazarle y continuara su labor en el pueblo… De esto ha pasado ya toda una década (tampoco ha sido tanto tiempo), y Rafael ha seguido desempeñando su labor como antes, esperando que llegase ese relevo generacional y merecido. Pero no podía ser eterno. ¡Hasta siempre, Rafael!

Rafael era de otro tiempo, de esas rarezas poco usuales: sólidas, nobles, únicas, que él mismo restauraba en su carpintería; de las que ya no se encuentran, de las que van quedando pocas, cada vez menos, y, de las que no admiten compostura. “Habrá que ir pensando en hacer una nueva –decía–, pero nunca se sabe…” Si a alguien en este mundo antojadizo y cambiante, hay que hacerle una mención, Rafael se la tiene merecida. Gracias por la vida ejemplar y generosa que ofreciste a este pueblo.

 

(Publicado en El Lanza el 9 de abril de 2009)