Página de colaboraciones

 

LA ESTAFA DE LOS VENCEDORES O LA TRAICIÓN DE ESPARTERO

 

         Como es bien sabido, la garantía de mantener los regímenes

 

especiales fue el señuelo decisivo que se utilizó para poner fin a las

 

guerras carlistas en los territorios del Norte  donde tan vivo estaba el

 

sentimiento autonómico. Lo cual demuestra, una vez más, que los fueros

 

constituyeron un motor de primera importancia para arrastrar a los

 

voluntarios en favor de la causa representada por don Carlos.

 

         En la primera guerra, las intrigas, que desembocaron en el

 

Convenio de Vergara, fueron dirigidas fundamentalmente a persuadir  a

 

los combatientes de que sus respectivos fueros serían respetados si

 

deponían cuanto antes las armas, mientras que los pondrían en peligro

 

si, por el contrario, prolongaban la lucha. La maniobra iba dirigida de

 

manera especial al elemento popular carlista. Al militar de graduación,

 

se la aseguró que grados, condecoraciones y honores le serían

 

respetados, y parece que eso les bastó para allanarse. A nosotros ahora

 

sólo nos interesan las promesas forales hechas al pueblo, y cómo fueron

 

cumplidas por los vencedores. Esto es lo que vamos a estudiar a

 

continuación, tanto en lo que atañe a ña contienda primera como a la del

 

72-76, porque las dos tuvieron desenlaces paralelos y consecuencias

 

idénticas.

 

         “PAZ Y FUEROS”

 

         Parece ser que las maniobras para lograr el desfonde del campo

 

carlista se iniciaron, en la primera guerra, en el año 1.835,

 

concretamente el 18 de febrero, cuando se presento en Madrid el

 

escribano José Antonio Muñagorri (liberal y centralista antepasado de la

 

familia Caro Baroja) con la propuesta de iniciar una contraofensiva

 

foral, que habría de partir de los propios vascos, y que tendría como

 

objetivo primordial crear un estado de desconfianza entre los

 

combatientes en cuanto a los objetivos por los que luchaban. El proyecto

 

no se materializó, sin embargo, hasta 1.838, cuando se alzó con unos 300

 

hombres al grito de “PAZ Y FUEROS”. Alzamiento que, como era de esperar

 

no tuvo éxito alguno, pero que sembró una cierta inquietud entre los

 

voluntarios vascos, cansados de la ya excesivamente larga guerra. Sin

 

ninguna duda, el famoso liberal-fuerismo de los Baroja está originado en

 

un intento de justificación vasquista de un antepasado

 

liberal-burgues-mercantilista.

 

         Otro de los personajes más efectivos apareció en escena el

 

mismo año. El más interesante de todos ellos sería el madrileño, de

 

padres guipuzcoanos, Eugenio Aviraneta Ibargoyen. Avinareta fue el más

 

inteligente de cuantos intrigantes existieron en todo el siglo XIX. A él

 

se debe fundamentalmente que el proyecto de conseguir la paz a todo

 

trance tuviese éxito  entre los combatientes carlistas. El mismo narra,

 

en una Memoria dirigida al Gobierno español (Madrid, 1.844, 2ª edición),

 

el desarrollo de las actividades encaminadas a conseguir la

 

descomposición en el ejército de don Carlos. So habilidad llegó al

 

extremo de utilizar al mismo Maroto, enfrentándolo con el rey; otras,

 

haciéndole aparecer como su más leal general, y como traidores a los que

 

realmente eran carlistas. Pero dejemos estas intrigas de gabinete y

 

salas de banderas, y veamos cómo preparó al pueblo para sus manejos.

 

         Los vascos que apoyaban a don Carlos, aunque cansados de tanta

 

guerra, no mostraban recelo hacia sus mandos ni inquietud alguna

 

respecto al futuro que aguardaba a su país bajo el régimen carlista.

 

Había, pues, que despertar el sentimiento racial vasco, exacerbando su

 

innato foralismo, para que se produjese un inmediato enfrentamiento con

 

los restantes voluntarios de otros territorios, es decir, con los

 

combatientes conocidos por el genérico de “castellanos”. Para lo cual

 

empieza Aviraneta por culpar con machacona insistencia a los

 

“castellanos” carlistas de todas las calamidades de la guerra y del

 

incierto futuro de los vascos en un panfleto redactado por él a tal fin,

 

bajo el título de Carta que escribe un labrador vascongado a un

 

hojalatero, al que pertenecen estos párrafos:

 

         “En tiempo del rey Fernando VII vivíamos los vascongados en

 

halagüeña paz, éramos felices y nuestra prosperidad se aumentaba de día

 

en día bajo la observancia de nuestras antiguas leyes o fueros que

 

heredamos de nuestros mayores. Todo el mundo podía reconocerlo. Apenas

 

el rey cerró los ojos vinieron inmediatamente unos cuantos castellanos

 

holgazanes (Verástegui y Alzaa parece que eran castellanos así como los

 

miembros de las Juntas Generales de Bizkaia, Araba y Gipuzkoa) a engañar

 

a los honrados y nobles vascongados, sublevándolos contra su hija

 

querida de aquél, bajo el pretexto de defender la religión y los fueros,

 

cuando nadie pensaba en atacarlos en lo más mínimo (véase el Discurso

 

preliminar de las Cortes de Cádiz así como el real decreto de 30 de

 

noviembre de 1.833) (…). Al principio de la guerra, vascongados era el

 

famoso Zumalacarregui, (¿) que esos haraganes e incapaces castellanos

 

hicieron matar; vascongados fueron también otros muchos compañeros de

 

aquel varón ilustre que han muerto en las batallas. Después vino una

 

cáfila de flojos castellanos, que necesitan macho o burro para

 

trasladarse de un punto a otro. Ellos trajeron un hombre, que llaman

 

rey, hermano de Fernando y tío de la reina de Castilla, con ánimo de

 

quitar, a costa de nuestra sangre, la corona a su sobrina, no de

 

conservar nuestros fueros (…). Sois una pesada carga y en Castilla mismo

 

os tienen bastante odio  o el mayor aborrecimiento. Esto es cierto y

 

vemos, sin embargo, que los castellanos, llenos de rencor con la ira del

 

tigre, son los dueños de nuestra juventud, de nuestros pueblos y de

 

nuestras haciendas, dominando a todos los vascongados. Tengamos paz, y

 

si esas gentes son tan valientes y fuertes, que se vayan a los anchos

 

campos de Castilla.”

 

         El panfleto, traducido y repartido profusamente también en

 

vasco, produjo un efecto inmediato. Una corta Memoria de los

 

comisionados de la línea de Hernani, que Aviraneta incluye en su obra

 

para dar más carácter de autenticidad a la relación de sus intrigas, los

 

firmantes del documento dicen, refiriéndose a la citada “carta” y a sus

 

consecuencias:

 

         “Arreglado a sus órdenes (a las de Aviraneta) se introdujo en

 

el campo enemigo, esparramando los papeles en los pueblos y batallones,

 

que los leyeron con avidez, como cosa no vista hasta entonces en el

 

suelo vascongado. -Desde aquella época data el principio de la creación

 

del gran deseo de la paz en todas las clases de país dominado por el

 

enemigo. Allí empezó esa especie de contagio moral, que por días e

 

instantes fue fermentando y se hizo una necesidad”. De esta “PAZ”, 

 

falsamente creada, todo el Estado y toda la nación vascongada seguimos

 

padeciendo sus consecuencias.

 

         Efectivamente, la siembra dio pronto sus frutos: la

 

descomposición se extendió por todo el campo carlista. Los militares,

 

asimismo bien trabajados, sólo aspiraban a mantener sus grados mediante

 

un acuerdo que se los garantizase; Para ello apoyaron en buen número,

 

consciente o inconscientemente, la maniobra, mientras el pueblo ya sólo

 

deseaba la paz con la inexcusable condición de conservar sus libertades

 

forales. La urgencia de consolidar lo que el arduo trabajo de los

 

conspiradores había conseguido inspiró al general Maroto -ya simple

 

instrumento de la maniobra- la publicación, el 25 de agosto de 1.839, de

 

una proclama, en la que fingía la visita de unos emisarios del campo

 

enemigo con varias proposiciones para deponer las armas, entre ellas:

 

“Reconocimiento de los fueros provinciales en toda su extensión” y

 

“reconocimiento de todos los empleos y condecoraciones en el ejercito,

 

dejando al arbitrio el ascenso o premio de alguno que se considerase

 

acreedor a ello”. El documento fue dirigido a todos los militares, a las

 

Diputaciones y, posteriormente, hecho público. La maniobra era perfecta,

 

porque en la proclama se preguntaba a los destinatarios qué postura

 

había de adoptarse ante tan óptimas proposiciones, y el pueblo, deseoso

 

de terminar la guerra, podría exigir después responsabilidades a sus

 

organismos autónomos caso de que estos las rechazasen.

 

         Dos divisiones, la de Guipúzcoa y la de Vizcaya, cayeron en la

 

trampa, y en sus contestaciones dieron libertad a Maroto para concretar

 

el convenio, puntualizando, para más seguridad, la de Vizcaya que en las

 

posibles negociaciones se tuviese como “base principal  la conservación

 

de los fueros. Poco después se dio a conocer el proyecto de convenio.

 

Pero debido a que la cuestión foral no quedaba suficientemente

 

garantizada. Algunos cuerpos de ejercito comprometidos rehusaron

 

adherirse. En la obra Vindicación del general Maroto (Madrid 1.846) se

 

dice concretamente que los batallones guipuzcoanos que cubrían la línea

 

de Andoaín rechazaron el convenio, fundados “en que se faltaba a lo

 

principal que los había estimulado antes a intentar separarse de ella

 

(de la causa de don Carlos), y era la conservación de los fueros”.

 

         No sólo fueron los guipuzcoanos los que resistieron al pacto en

 

un principio. Otras fuerzas siguieron su ejemplo y por las mismas

 

causas. Ello desesperó al general Espartero quien el día 1 de septiembre

 

de 1.839, al siguiente de firmarse el Convenio de Vergara, lanzo una

 

proclama especialmente dirigida a alaveses y navarros, más remisos que

 

los demás a aceptar el acuerdo -Navarra jamás se adheriría-, en la que

 

amenazaba a estos pueblos con represalias si no deponían inmediatamente

 

las armas: ”Que no me vea en el duro y sensible caso de mover ostilmente

 

el numeroso y disciplinado ejército que habéis visto. Que los cánticos

 

de paz resuenen donde quiera que me dirija.” No obstante aún duraría la

 

resistencia popular. El coronel Wilde, comisionado del Gobierno

 

Británico para conseguir la paz a todo trance, lo reconocía así en un

 

informe dirigido secretamente al Foreign Office desde Vergara el 5 de

 

septiembre del mismo año -recogido, al igual que la anterior proclama,

 

de la obra El campo y la Corte de don Carlos (Madrid 1.840)-, donde

 

decía: “Los vizcaínos, sin embargo, conservan todavía las armas y han

 

manifestado estar dispuestos a conservarlas hasta que se resuelva la

 

cuestión de los fueros.”

 

         Inglaterra tenía importantes inversiones e influencias

 

económicas en el Norte, especialmente en el País Vasco, y más

 

exactamente en Bilbao. -Las Juntas Generales de Bizkaia impedían la

 

comercialización del mineral de hierro vizcaíno y esperaban los

 

británicos del liberalismo su pronta liberalización ya que solo podían

 

comerciar con productos ya elaborados- Durante la primera etapa del

 

conflicto, Inglaterra exigió ya al gobierno de don Carlos la toma de la

 

plaza para concederle préstamos y hasta para otorgarle su

 

reconocimiento, al menos como beligerante. Fracasado el sitio de Bilbao,

 

que costaría la vida a Zumalacarregui, el Gobierno de Londres vio más

 

posibilidades en Madrid, y al triunfo de este bando dirigió sus

 

esfuerzos. A los -mal llamados- liberales les envió Inglaterra toda

 

clase de ayudas, desde armas hasta un cuerpo armado. Sin embargo, la

 

lucha se alargaba y su indeciso desenlace podía resultar peligroso para

 

los intereses británicos en el caso de un triunfo carlista. Ante ello,

 

Londres inició la gran ofensiva diplomática: se estudiaron las

 

aspiraciones o motivaciones populares de los voluntarios carlistas y se

 

establecieron agentes cerca del territorio, especialmente en la frontera

 

francesa.

 

         Ya hemos visto, que Muñagorri se presento en Madrid, en enero

 

de 1.835, para proponer un alzamiento anticarlista al grito de “paz y

 

fueros”. Pues bien, en el mes de junio del mismo año, el periodico

 

inglés Morning Chronicle publicó un artículo sobre el tema, al que

 

pertenece el siguiente párrafo: “Conviene aconsejar al Gobierno de

 

Cristina que proclame públicamente y asegure de un modo positivo a las

 

provincias del Norte que sus fueros y privilegios serán guardados”. Lo

 

cual muestra una curiosa coincidencia de tiempo entre la propuesta

 

inglesa y el inicio de la conspiración; coincidencia que se acentúa si

 

reparamos en que la pequeña fuerza alzada por Muñagorri fue abastecida y

 

armada por el comodoro inglés lord Hay, jefe de la estación naval

 

inglesa de Pasajes, quien además, proporcionó asesores ingleses para

 

instruir debidamente a los comprometidos.

 

         Lo curioso es que, pese a todo ello, Inglaterra no perdió sus

 

contactos con el Gobierno Carlista, por si los acontecimientos no se

 

desarrollaban a favor de Madrid. Y aunque no oficialmente, sino a través

 

de particulares, las negociaciones para proporcionar empréstitos y armas

 

a los carlistas ser mantuvieron hasta casi el final de la guerra.

 

Ciertas casas inglesas -también hubo bancas francesas- se pusieron en

 

contacto con agentes de don Carlos para concederle un empréstito por un

 

importe de 500 millones de reales. Aviraneta -que nos narra las

 

negociaciones acaecidas en 1.838- se atribuye el éxito de haber

 

conseguido su fracaso. Como vemos, a Londres le importaba especialmente

 

y por encima de todo que, fuese cual fuese el resultado del conflicto,

 

sus intereses en España no saliesen afectados.

 

         Pero de toda la intervención inglesa, lo más interesante para

 

nuestro trabajo es la clara visión del problema que Londres tuvo desde

 

un principio, y que se refleja claramente en los secretos informes

 

intercambiados con sus agentes, así como en las sugerencias que dirigió

 

al Gobierno de Madrid, todo ello recogido en la obra antes citada, “El

 

campo y la Corte de don Carlos”. Dada la extensión y el elevado número

 

de estos documentos, aquí sólo reproduciremos dos de las proposiciones

 

que el Gobierno Británico hizo al de Madrid para que sobre ellas se

 

firmase el acuerdo:

 

         “Segunda.  El reconocimiento de sus empleos y sueldos a los

 

generales y oficiales de las tropas carlistas, y un olvido completo de

 

todo lo pasado por lo relativo a delitos políticos. -Cuarta. Que se

 

conservarán los fueros e instituciones locales de las provincias

 

vascongadas, en cuanto dichos fueros e instituciones sean compatibles

 

con el sistema de gobierno representativo adoptado en toda España y con

 

la unidad de la monarquía española.”

 

         El documento, mandado a su representante en España por el

 

Foreign Office, tiene fecha 10 de agosto de 1.939. El general Maroto,

 

como se recordará. Hizo públicas unas proposiciones prácticamente

 

iguales el día 25 de agosto, es decir, solo unos días después, los

 

indispensables para que llegase una carta a Madrid, y de Madrid al campo

 

carlista…

 

         La resistencia cedió, por último, en el norte, y la guerra

 

terminó para vascos y navarros. Los voluntarios, aunque no con mucho

 

convencimiento, aceptaron las vagas promesas de respeto de los fueros

 

hechas por Espartero y volvieron a sus casas. En el ánimo de los

 

combatientes había llegado a pesar  en forma decisiva el deseo de paz,

 

más aún cuando sus propias familias les instaban a deponer las armas;

 

unas familias que también habían sido hábilmente trabajadas por los

 

conspiradores en la retaguardia haciéndoles ver la ruina en que se

 

encontraban sus tierras a consecuencia de la prolongada contienda, y de

 

todos es conocida la psicología del medio agrario. Don Carlos pasó la

 

frontera el 14 de septiembre de 1.839.

 

         Sólo quedaron luchando Cabrera en el Maestrazgo y el conde de

 

España, en Cataluña. Pero por poco tiempo, porque un año después, en

 

1.840, los últimos restos de los batallones carlistas pasarían a Francia

 

tras el general tortosino, asediado por un ejército infinitamente

 

superior, resultante de la concentración de todas las fuerzas cristinas

 

antes traídas de en la pacificación del Norte. Se inauguraba con ello

 

una estrategia que en la guerra de Carlos VII se reproduciría, pero al

 

revés: terminación de la lucha en el País Valenciano y Cataluña, y

 

posterior concentración de efectivos en el País Vasco Navarro. Veamos

 

ahora las consecuencias que en cuanto a los fueros vascos tuvo la

 

victoria liberal sobre los carlistas.

 

         Los voluntarios, ya lo hemos apuntado, dejaron las armas con la 

 

general esperanza de que, si no iban a acrecentarse sus libertades, se

 

mantendrían, al menos, en su total integridad los fueros, tan

 

escrupulosamente respetados por el gobierno de don Carlos. El propio

 

Espartero les había dado en diversas ocasiones seguridades en tal

 

sentido. Incluso en el mismo Vergara, el duque de la Victoria les había

 

dicho: ”No tengáis cuidado, vascongados; vuestros fueros serán

 

respetados y conservados, y si alguna persona intenta moverse contra

 

ellos, mi espada será la primera que se desenvaine para defenderlos.” La

 

arenga sería solo eso: una arenga de circunstancias para convencer a los

 

últimos remisos. Los hechos posteriores demostrarían cuál era la

 

verdadera intención del Gobierno de Madrid, del que en aquellos momentos

 

era portavoz el propio Espartero.

 

         Ya el artículo primero del Convenio de Vergara hacía muy

 

problemáticas las seguridades dadas para la salvaguardia de la autonomía

 

vasca. Su texto estaba redactado de la siguiente forma:

 

         “El capitán general don Baldomero Espartero, recomendará con

 

interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse

 

formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los

 

fueros.”

 

         Lo de “recomendar con interés” distaba mucho de la promesa de

 

que su “espada será la primera que se desenvaine” para defender los

 

fueros. Y en cuanto a la segunda parte, la tesis de que las Cortes de

 

Madrid disponían de facultad para la “concesión o modificación de los

 

fueros” representaba una completa violación del régimen autonómico del

 

País Vasco.

 

         Pero no acusemos sólo a Espartero de falta de palabra. Peor fue

 

la actitud de los militares carlistas comprometidos con el pacto, que

 

sacrificaron todo a su propia conveniencia, a la seguridad de su futuro.

 

¡ Y ahí sí que no se conformaron con promesas! Todo quedó perfectemente

 

regulado y establecido. De los diez artículos del convenio, seis -del

 

segundo al séptimo- estaban dedicados a garantizar, con el máximo

 

detalle posible, el reconocimiento de grados, condecoraciones y empleos

 

de los militares conformes en acomodarse a las exigencias de Madrid. Los

 

tres artículos restantes se refieren a la entrega de material por los

 

carlistas, a los prisioneros, y a la protección de viudas y huérfanos.

 

Nada más. (Siempre, al carlismo y al país, no le han ido nada bien los

 

pactos y tratados con los militares) Por cierto que, unos meses después,

 

el propio Maroto enviaría varias cartas a la reina gobernadora, a

 

Espartero y al Ministerio de la Guerra para protestar de la falta de

 

cumplimiento de algunas de las cláusulas del convenio, referentes… a

 

viudas, huérfanos o situación especifica de antiguos compañeros. Lo

 

foral seguía sin tener importancia para los mandos “convenidos”. Las

 

cartas pueden verse en Vindicación del general Maroto.

 

         Es decir, que siendo la cuestión foral el obstáculo principal

 

para que el pueblo dejase las armas y la condición sine qua non

 

reconocida por todos para llegar a un acuerdo, había quedado relegada

 

casi a un simple formalismo sin importancia. De ahí la diferencia tan

 

sustancial entre lo que había dicho Espartero y la redacción del

 

artículo primero del Convenio. Los voluntarios desconocían esta

 

redacción, que había quedado entre militares de ambos bandos, y fueron

 

simplemente tranquilizados de palabra para reducir las últimas

 

suspicacias. Pero las palabras desaparecían y lo escrito, que era lo

 

verdaderamente importante, quedaba definitivamente como el auténtico

 

espíritu del Convenio de Vergara”. Así Maroto quedó como el mayor

 

traidor conocido en toda la historia del Estado

 

         Pasado el verano, pero aún viva la guerra que mantenía Cabrera,

 

el Gobierno aceptó dar curso a la recomendación de Espartero.

 

Presentando en las Cortes un proyecto de ley, que sería aprobado

 

rápidamente, el 25 de octubre del mismo 1.839, con los votos de todos

 

los diputados presentes -123- y los 73 senadores, y en cuyo texto se

 

establecía:

 

         Art. 1º Se confirman los fueros de las provincias Vascongadas y

 

Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía.

 

         Art. 2º El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita,

 

y oyendo antes a las provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las

 

Cortes la modificación indispensable que a los mencionados fueros

 

reclama el interés de las mismas, conciliado con general de la nación y

 

de la constitución de la monarquía, resolviendo entretanto

 

provisionalmente y en la forma y sentido expresados, las dudas y

 

dificultades que puedan ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes.

 

         La ley, como vemos, estaba redactada de forma confusa y

 

contradictoria. Si se confirmaban los fueros, ¿cómo podía mantenerse “la

 

unidad constitucional de la monarquía”? Esto en cuanto al artículo 1º,

 

que en lo tocante al 2º, bien se ve que violaba claramente el derecho de

 

los vascos a legislarse a través de sus propias Juntas Generales sin

 

interferencias de ningún poder.

 

         Las actitudes claudicantes que podemos observar en los actuales

 

gobiernos del PNV tienen su origen en aquellas diputaciones que

 

funcionaron como auténticos gobiernos títeres del más rancio y antivasco  

 

liberal-capitalismo bilbainista.

 

         Un Real Decreto de 16 de noviembre de 1.839 estableció las

 

condiciones con arreglo a las cuales se confirmaban los fueros. En

 

definitiva, era un desarrollo articulado del espíritu de la anterior Ley

 

de 25 de octubre. Las Diputaciones constituidas al amparo del Real

 

Decreto estaban formadas a imagen y semejanza de los vencedores. De su

 

“independencia” puede ser buena muestra el párrafo que a continuación

 

reproducimos de una carta o mensaje de agradecimiento que la Diputación

 

de Vizcaya, juntamente con el Ayuntamiento de Bilbao, dirigió a la reina

 

gobernadora:

 

         “Obligados por sus fueros a defender a su Señor y a seguirle en

 

la guerra, todos ellos (los vizcainos) se levantaran en masa si es

 

necesario, al llamamiento de vuestra majestad empuñaran de nuevo las

 

armas, no las depondrán hasta haber destruido su último enemigo, y

 

aquellos que engañados siguieron el bando del pretendiente borraran con

 

su sangre, la sangre que malamente vertieron por él.”

 

         Semejante barbaridad puede ser comparada como si, por ejemplo,

 

hoy en día el Gobierno francés ensalzara al Mariscal Petain y

 

manifestara que el Gobierno de Vichi fue el gran bien de la Francia

 

ocupada. Los despropósitos del PNV al ensalzar aquellas diputaciones,

 

ignoran la reacción popular y la siguiente guerra carlista en Euskal

 

Herría. Guerra, por cierto, de voluntarios frente a un ejercito

 

gubernamental.

 

         Las Juntas Generales gozarían, por su parte, de idéntica

 

“independencia”. Reunidas poco después de la publicación de Real

 

Decreto, sus primeros acuerdos se encaminaron igualmente al loor y

 

lisonja de los vencedores. La de Vizcaya, reunida en Guernica el 11 de

 

diciembre, nombró diputado general a Espartero; la de Alava, en Asamblea

 

General de 16 de diciembre, endosó al caudillo vencedor los títulos de

 

“Protector del País Vascongado” y “Padre de la Provincia”, y para no

 

quedarse atrás, la de Guipúzcoa, en sesión del 17, celebrada en Deva,

 

designo al mismo hombre “Hijo Adoptivo de la Provincia “, amén de

 

diputado general. Para que decir que todos estos acuerdos estaban

 

convenientemente aderezados con entusiastas adhesiones a Isabel II y a

 

la reina gobernadora, aprovechando el capítulo de gracias para elogiar a

 

Maroto y a Muñagorri, entre otros artífices de lo de Vergara.

 

         El servilismo -algunos tratadistas lo califican de oportunismo

 

o maniobra para preservar en lo posible el régimen foral ante el

 

desastre que se presumía- (ya hemos visto que el ataque foral viene de

 

las Cortes de Cádiz) llegó a su zenit en el caso de la Diputación de

 

Navarra, también constituida provisionalmente en 1.939 tras la

 

conclusión del convenio. En una exposición dirigida el 24 de octubre por

 

el expresado organismo a la reina gobernadora, y que puede entenderse

 

como un respaldo al Real Decreto inmediatamente posterior, de que hemos

 

hablado, la Diputación afirmaba cosas como éstas:

 

         “La Navarra quiere la Constitución del Estado del año 1837:

 

esto es lo que ante todas las cosas quiere. Todo lo que tienda a

 

tergiversar este hecho es falso y, además perjudicado a Navarra. Miles

 

de navarros han derramado su sangre en los campos de batalla por ese

 

ídolo, y miles de navarros están dispuestos a derramarla de nuevo antes

 

que se les arrebate esa prenda de seguridad, esa garantía firme de las

 

libertades públicas y el trono de Isabel II. También quieren los

 

navarros sus fueros, pero no los quieren en su totalidad: no estamos en

 

el siglo de los privilegios ni en tiempo de que la sociedad se rija por

 

leyes del feudalismo. Cuando se han proclamado los principios de un

 

ilustrada y civilizadora legislación. La Navarra no puede rehusarlos.”

 

         Y reiteraba la misma Diputación -que, por cierto, se

 

autocalificaba a sí misma en el documento de “provincial”, cuando hasta

 

entonces el adjetivo era de “foral”- su adhesión al sistema

 

constitucional en los siguientes términos:

 

         “Confírmense los fueros de Navarra salva la Constitución del

 

Estado. Quede ilesa y preservada para Navarra la Constitución de la

 

monarquía, y así habrá un lazo de unión y un norte fijo, que conducirá

 

infaliblemente al puerto de salvación y evitará por siempre todo

 

naufragio. Planifíquense los fueros, desde luego, en la Navarra, pero

 

que sea siempre salva la Constitución, sea ésta su primera ley

 

fundamental.”

 

         Aparte del significado que quiera darse al documento, es

 

interesante ver el concepto que los redactores del mismo tenían de los

 

fueros, porque, según ellos, éstos eran “privilegios” y “leyes del

 

feudalismo”, lo cual es bastante paradójico si pensamos que al mismo

 

tiempo estaban pidiendo que se mantuviesen. El fallo residía, a todos

 

luces, en que aquellos redactores eran liberales, por lo cual, y pese a

 

su fuerismo, rendían sus propias libertades comunitarias a la

 

abstracción constitucional que estimaban más acorde con el “siglo”. Su

 

foralismo, si realmente existía, era subsidiario, sin fe alguna en las

 

posibilidades de la evolución y reforma que un régimen de representación

 

democrática, como el vasco o el navarro, podía ofrecer a través del

 

cauce legislativo de unas Cortes regionales plenamente restauradas.

 

Porque era cierto que los fueros necesitaban de una actualización que

 

les hiciese salir de su anquilosamiento multisecular y, en buena parte,

 

clasista; pero nunca por ello podía someterse el sistema autonómico de

 

un país a unas leyes generales, extrañas, en definitiva, y de las que,

 

por supuesto, no saldría jamás la necesaria reforma legislativa foral.

 

         Y ya que hemos hablado de la posición contemporizadora

 

-llamémosla así- de las nuevas Diputaciones establecidas por los

 

vencedores, comparemos su actitud, nada preocupante para el Gobierno de

 

Madrid, con la de los organismos homónimos en el territorio carlista,

 

tanto en la primera como en la de Carlos VII. Estas últimas, lo hemos

 

visto, no admitían la más mínima violación de sus propias autonomías. Ni

 

una leve injerencia en sus gobiernos respectivos por parte de cualquier

 

autoridad civil o militar carlista, aunque fuese la del rey. La

 

diferencia estriba, pensamos, en que las Diputaciones carlistas estaban

 

en manos de verdaderos convencidos de la tarea que desempeñaban, de

 

auténticos fueristas que, ponían a su comunidad por encima de ideas y de

 

hombres, y también en que eran representativos de quienes les habían

 

elegido y de los que luchaban con las armas por lo mismo que ellos

 

defendían en la administración. Su autoridad era indiscutible, lo cual,

 

unido a que los gobiernos carlistas -por convencimiento o conveniencia-

 

facilitaron esas realidades de independiente autogestión, hace que hoy

 

contemplemos a las Diputaciones carlistas como la última ocasión de

 

plenitud autonómica de nuestra historia contemporánea.

 

         Dos años después, Espartero, ya dueño absoluto del poder tras

 

haber sido designado Regente del Reino como consecuencia de la marcha de

 

María Cristina en 1.840, promulgó un nuevo Real Decreto que aclararía

 

definitivamente cualquier duda que aun existiese en torno al sentido

 

antiforal de la política seguida por los vencedores. El Decreto, de

 

fecha 29 de octubre de 1.841, se dictó con la excusa de “reorganizar la

 

administración de las provincias Vascongadas” y para preservar “el

 

principio de unidad constitucional sancionado en la Ley de 25 de octubre

 

de 1.839”, como se decía en el encabezamiento del nuevo texto legal. Su

 

fin era asestar el golpe de gracia a la menguada supervivencia

 

autonómica vasca. El  artículo 9º, concretamente, abolía la

 

fundamentalísima institución del “pase foral”, arma legal de los vascos

 

para defenderse de las arbitrariedades, intromisiones o injerencias

 

legales del poder central. Dicho artículo estipulaba:

 

         “Las leyes, las disposiciones del Gobierno y las providencias

 

de los tribunales se ejecutarán en las provincias Vascongadas sin

 

ninguna restricción, así como se verifica en las demás provincias del

 

reino,”

 

         El “pase foral” ya no se restablecería hasta que en la guerra

 

de Carlos VII se restauraron en toda su integridad los regímenes

 

autonómicos vascos.

 

         En virtud de los demás artículos del Decreto, los vascos

 

perdían asimismo el régimen especial de sus Ayuntamientos. Veían

 

sustituidos los corregidores por jefes políticos nombrados por el

 

Gobierno     -los que posteriormente se denominaron gobernadores-.

 

Quedaron suprimidas las Juntas Generales -poder legislativo vasco- y las

 

Diputaciones Generales -poder ejecutivo-, siendo reemplazadas por las

 

Diputaciones Provinciales. Se impuso un sistema judicial igual al resto

 

de la monarquía y, en general, toda la vida del país, en cualquiera de

 

sus aspectos, quedó indefensa y a disposición del poder central.

 

         La resistencia a tales disposiciones fue mínima en el País

 

Vasco. Alguna protesta de Alcalde, como la del de Azpeitia, que junto

 

con todo su Ayuntamiento se negó a acatar a un jefe político impuesto

 

-por lo que fue detenido-, y alguna fuerte discusión en la Cámara de

 

Diputados o en el Senado originada por los representantes vascos. Nada

 

más. El pueblo estaba cansado de guerra, la resistencia de Cabrera había

 

cesado un año antes -no había, pues, peligro de una reactivación-, el

 

territorio vasco seguía militarmente ocupado, y la articulación del

 

sentimiento foral, al margen del carlismo, no se podría iniciar hasta

 

1.850. Estaba prohibido hasta gritar “¡Vivan los fueros!”